Te aferraste al calor de mi pecho sin dudarlo.
Mi sangre y tus latidos... una sinfonía perfecta. Parecía imposible amarte más que en aquel instante en que llegaste a mis brazos; luego supe que el corazón es elástico, y su capacidad… simplemente infinita.
Ensayamos juntos la virtud de la paciencia, y disfrutamos del placer de las batallas entre el no rotundo y la esperanza del tal vez; ejercí mi obligación del aquí y ahora, mientras tú ejecutabas hábilmente tu derecho a cuestionar mis imperativos. Todos amor, no dejaste uno intacto; quiso la fortuna que según iban perdiendo fuerza cada vez eran menos necesarios.
Me encaramé a la atalaya del desasosiego; desde ella permití que la razón imperara a ratos, obligándome a ampliar poco a poco el perímetro de tu libertad; qué difícil!
Seguro que sabes, que de haber hecho caso a mi corazón nunca hubieses dado un paso más allá del alcance de mis manos o mis ojos.
Madurez, le llaman. Llegó muy temprano y te cubrió por completo pero no consiguió (nunca podrá) ocultar de todo la chispa de picardía que brilla en tu mirada cuando sonríes.
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